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Arte y rebeldía. Estrategias de resistencia. Por Rubén Bonet

Ensayo leído el 29 de abril de 2023 en el Centro Cultural La Telaraña.

Arte plástico y escritura. Un binomio explosivo, pero también lo es, sólo por poner un ejemplo, la escultura y la danza. Me circunscribo para no ser deshonesto o pecar de diletante, al terreno que conozco (más o menos), por haberme dedicado a ambas actividades desde hace ya varias décadas. La escritura del arte (el signo) y el arte de la escritura. La palabra, que es precisamente lo que ahora tenemos a mano, tanto para hablar de la escritura como para tratar de hablar de arte, ¿acaso una semiótica de lo oculto?, una leve epifanía que alumbre, ¿de verdad alumbra, o todavía confunde más? Qué más da, caminamos a ciegas. Escribir con humo, ya que pisamos un terreno evanescente y esquivo, sin señalizaciones ni instrucciones de uso, casi sin salidas de emergencia. La derrota no sólo no está permitida, sino que está mal vista… Apenas un destino trágico redime del fracaso. Las consecuencias de cargar con un exceso de romanticismo inherente al oficio y a la condición de ser artista.

Como fondo subyacente, el misterio de la creación. Un misterio que persiste, todavía insondable, como el misterio de la vida en la Tierra o los orígenes del universo, aunque en estos últimos casos, la ciencia nos provee de explicaciones más o menos plausibles, y por cierto altamente poéticas, todo hay que decirlo. Parece ser que somos producto de unas cargas moleculares esenciales de ADN escondidas en asteroides que atravesaron el espacio sideral hasta que se impactaron con nuestro planeta. En cualquier caso, todo origen se basa casi siempre en una explosión, una colisión descomunal de coincidencias imposibles. Hijos del caos cuántico, ¿cómo gobernarse en esta vida efímera y con denominación de origen dudosa? Somos residuos de polvillo cósmico.

Dios ha muerto hace algunos siglos, nada nuevo. Mentes preclaras se encargaron de ese necesario asesinato, un deicidio en toda regla. A partir de ese trágico, aunque inevitable desenlace, ¿qué nos queda a los infelices mortales que llene ese vacío infinito, omnipresente? Nos queda el amor, otra entelequia romantizada, y no por eso menos real, y el arte. El arte como alimento espiritual y como rebeldía a una sociedad mecanizada, alineada en exceso en la productividad y en la autodestrucción sistemática, sumida en una loca carrera de producción de bienes de consumo (unos más necesarios que otros) y una riqueza a todas luces mal repartida.

La práctica del arte, y el bien cultural asociado a tales prácticas, quizá sea el único reducto en el que se puedan cocinar las revoluciones, aunque sean individuales, íntimas, y en el mejor de los casos, colectivas, comunitarias, como sucede con algunas manifestaciones tan propias de Oaxaca. Por ejemplo, con la gráfica reivindicativa que tomó las paredes de esta ciudad como un gran lienzo, un dispersor social de agravios y descontentos en el que se aúnan complicidades y esfuerzos, todo ello en la clandestinidad y esquivando la represión de las fuerzas de seguridad.

A estas alturas de la historia de la humanidad en que avanzamos con paso firme hacia la sexta extinción, todavía no somos capaces de definir el por qué alguien decide apostar su vida, de por sí un empeño vano (una pasión inútil, diría Sartre), en dejar una huella a través de una obra plástica o literaria, a través del arte en general, ya sea en un performance o en el disruptivo y efímero arte de las situaciones.

Como sea, el presente digital todo lo engulle. Aquel que tenga un teléfono inteligente se convierte automáticamente en artista —Instagram y Twitter dan cuenta de ello—, y donde no llegue la creatividad, ahí está la inteligencia artificial que trabaja el algoritmo que “nos mejora”, esa otredad autónoma y desquiciada. Un mundo de trampas, de trampantojos, de engaños al ojo de la mente. En este contexto, el arte, en su resistencia contra el algoritmo, se convierte en un reducto de la individualidad más acérrima, de cierta originalidad en un mundo cada vez más uniforme, cumpliendo el artista con esa rocosa resistencia de ingentes tareas autoimpuestas.

Necesitamos de la poesía para hablar de poesía. Nombrar lo que trastoca o enriquece una realidad ajena a los eventos extraordinarios que la vida produce, ya sea una flor rara, un cenote, una pintura de grandes dimensiones o un grabado minúsculo. O simplemente y de manera más radical, una situación, ya sea esta aleccionada por el júbilo (la alegría de vivir) o por la desesperación. Un arte de las situaciones que pospongan el suicidio o que por lo menos embellezcan la derrota.

La angustia existencial es inherente a todo proceso creativo, el sentido de la vida se dirime en cada trazo, en cada línea…. Por supuesto que la creación en sí misma puede llegar a ser un fenómeno placentero y una de esas epifanías que contrarrestan el sinsentido de estar vivos, tener un aparato digestivo incansable y ciertas necesidades que también tienen que ser permanentemente atendidas, como pagar la cuenta de la luz y en la mayoría de los casos, la renta. Por no hablar de todo lo que implica tener algo de ropa limpia disponible.

Arte y mercado

La supervivencia del gremio de los artistas raya los territorios de lo incógnito. No hay más fórmulas que las que uno invente. Hay, sin embargo, ciertos aspectos que conforman lo que se suele llamar una trayectoria. Una vocación, que puede ser temprana o no, un proceso de aprendizaje y una consolidación profesional. Muchos artistas, sobre todo escritores, tienen que compaginar el desarrollo de su obra personal con trabajos de carácter nutricional. Otros, cuentan con recursos para desarrollar su carrera sin penurias, pero la mayoría viven el día a día con mucho esfuerzo y mayor incertidumbre. Sin duda, la financiación de una vida a partir del arte (o la escritura) es tan compleja como los mismísimos procesos de creación, y ya dijimos hace unas líneas que constituye uno de los misterios más insondables que existen. En este caso, las brumas surgen al hablar de las relaciones sociales que se puedan generar en materia laboral. Sí, dedicarse al arte es un trabajo, y es un trabajo arduo, para espíritus incansables.

El arte como producto de deseo

“Entonces, ¿tú escribes y, además, pintas?… Qué padre!!!”

Creo que no hay otro oficio en el mundo que represente tal grado de fascinación en la gente que desconoce casi todo acerca de él (quizás el de astronauta). Claro que está padre, probablemente si no fuera así, no nos dedicaríamos a esto, aunque luego, con el paso de los años, se cruza una línea en la que ya no hay vuelta atrás y uno ya no sabe hacer otra cosa que lo que hace, con tanto tiempo, dedicación y esfuerzo involucrados.  Sin duda, este oficio, por lo demás solitario y rutinario como pocos, adolece de un exceso de romantización en la percepción general.

Se le presupone al artista una vida plena, dedicada al estudio y desarrollo de una vocación, y a la idea de que uno es gestor de su propio tiempo, al contrario de la mayoría de trabajadores asalariados, que son inmensa legión. Esta percepción puede contener cierta dosis de verdad, pero al mismo tiempo, viene acompañada de aspectos no tan liberadores como la incertidumbre, la inestabilidad, los golpes bajos a la autoestima y una dependencia patológica de reconocimiento social y/o financiero. Lo cierto es que para acometer con cierto éxito una carrera artística o literaria hay que tener espíritu emprendedor y cierta visión empresarial, además de talento, obviamente, pero el talento, salvo excepciones, también es una cuestión de trabajo y experiencia.

La economía capitalista nos obliga a ejercer una práctica artística que encierra ciertos paralelismos con la actividad industrial, donde no hay demasiada cabida para ningún tipo de idealización ociosa y donde los márgenes se estrechan hasta lo indecible.

Hay que producir constantemente incluso si el mundo ya está saturado de arte y exista un exceso demográfico de artistas, ya sean estos producto de la vocación o del desempleo reinante. En un mundo ideal, la contemplación y la generación espontánea de contenidos no debería redundar necesariamente en una peor calidad de vida del artista.

El artista como virus

Por estas mismas razones, el artista está obligado a colonizar el espacio, cualquier espacio, que permita la difusión de su obra, de su personalidad, e imponer su originalidad como acto supremo de afirmación de la individualidad, que no lo hace ni mejor ni peor que el resto de los mortales, pero sí ostensiblemente único, con una huella propia y reconocible.

Estrategias de resistencia

Cada uno de los artistas tiene la suya, que es tan personal e intransferible como la huella dactilar y el arte que produce. En lo que a mí respecta, y este año harán veinte de su creación, inventé la Fundación Adopte a un Escritor en un momento de desesperada clarividencia y escasez de oxígeno, puesto que me encontraba en una cómoda residencia en las faldas del Ajusco, casi a tres mil metros de altitud. Dicha fundación es uno de los intentos más lúcidos de estrategia de supervivencia creativa jamás surgidos en la historia del arte, aunque no el primero.  Le debemos la idea a Joe Gould, quizá no el mejor, pero sí uno de los mejores articulados… Y a su vez, representa el fracaso más estrepitoso de ninguna de tales estrategias para conseguir una estabilidad financiera para la dedicación exclusiva a la creación de contenidos absolutamente prescindibles, caprichosos y muy poco comerciales (como aforismos y manifiestos), además de tratar de conseguir el bienestar emocional de su único miembro, que es a la vez presidente, secretaria, Comunity Manager y el señor de la limpieza, que a veces recoge la basura, y a veces, no.

Hemos contado, todo hay que decirlo, con apoyos puntuales de ciertas personas afines a este proyecto que han permitido seguir adelante con las actividades de la fundación en situaciones de extrema zozobra. Cabe mencionar con especial énfasis la mancuerna con la Full Dollar Corporation, institución hermana dirigida por X. Andrade desde Ecuador.

Decíamos que los postulados de la Fundación Adopte a un Escritor contaminan poco (se trata de una ideología autosustentable), pero de casi nada sirven para la vida real, esa competencia feroz y desmedida lucha por la supervivencia y el aplauso general que, en el mejor de los casos, propicia que cuando uno muera le pongan su nombre a un mísero callejón poblado por las ratas, gente de malvivir y alguno que otro insomne. La rebeldía, más que una estrategia, consiste en aferrarse a la vida que uno, en sus peores pesadillas, imaginó.  

Todas las ilustraciones son obra de Rubén Bonet.

Para saber más sobre el autor:

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